jueves, 17 de noviembre de 2011

"Hollywood no lo aceptaría"

Esta es la reseña de Esther, la primera lectora del libro cuando apenas era un proyecto, la que creyó en las estrellas...

Si la literatura de ficción es un engaño, la buena literatura de ciencia ficción es un doble engaño. Si es buena, nos convence de que trata de aventuras, mundos asombrosos y personajes casi inimaginables, y nos dice que la leamos para divertirnos en nuestros ratos de ocio. Le creemos. Y nos interesa, nos divierte, nos asombra. Pero, cuando menos te lo imaginas, aparecen ideas cuestionadoras, inquietantes. La buena literatura de ciencia ficción inventa mundos para enfrentar al Homo consigo mismo o con sus sociedades reales.

Ciudad sin Estrellas es una novela de ciencia ficción. De la buena. De la que se lee cuando uno tiene trece, catorce años, y despierta la imaginación, atrapa, logra que uno se impaciente por conocer el destino del héroe. De la que se lee cuando uno tiene más años sobre las espaldas y entonces se pregunta, por ejemplo, ¿y qué es esta Ziénaga?

En el mundo post-apocalíptico de la novela apenas han quedado unas veinte ciudades habitadas; Ziénaga es una de ellas. Todas, parece ser, son similares. Los habitantes de Ziénaga viven rodeados por dos murallas. Una de ellas es física: la cúpula que rodea la ciudad y la aísla. La otra es una muralla construida por la negación de la historia, la filosofía, la religión y la ciencia (lo que sus habitantes consideran "ciencia" no es más que un pálido reduccionismo técnico). En Ziénaga la Humanidad ha sido formateada para impedirle cualquier intento de trascendencia espiritual o intelectual, individual o social.

Al inicio de la novela, Prince, uno de los amigos de Perseo, le dice:

«¿Qué tiene de malo tu padre? Tiene un trabajo fijo, gana buena pasta, se divierte con sus amigos y vive sin preocupaciones. ¡Todos acabaremos así!»

Esta línea, inmersa en un diálogo más general, adquiere su verdadera importancia más adelante: en ella está inscripta la realidad en la que vive Perseo.

Montse de Paz (Elisabet) construye sólida y meticulosamente esta sociedad inmovilizada en un eterno ahora, aislada en el tiempo y el espacio. Una a una, las piezas encajan en el rompecabezas: la cúpula que ciega a sus habitantes; la aparente disociación entre "la ciudad" y "los boquetes" y la articulación social entre ambos a través de las rutas de la droga, rutas incluso protegidas, porque son vitales para evitar el desmoronamiento de toda Ziénaga; la precisa localización geográfica del barrio de los artistas; la preminencia del sexo virtual y, en general, de la virtualidad; los ritos de la muerte; el tipo de educación que se imprime en los niños.

Decía, más arriba, que en este mundo la historia es negada. Sin embargo, hay dos formas de transmisión histórica que perviven. Una: los mitos, que se exponen en los foros de los cazadores de antigüedades y los foros misticoides. La otra es individual, pero no menos importante: ese camino sutil que siguen las ideas cuando se transmiten a golpe de vivencias personales. En este caso, el camino que siguen desde la madre de Perseo a Perseo, y desde él… ¿hacia dónde, hacia quiénes?

Ciudad sin estrellas afirma la posibilidad de una Humanidad que, perdida su capacidad de trascenderse a sí misma, alcanza el paraíso prometido por la mayoría de las actuales tandas publicitarias televisivas. Pero, al mismo tiempo, niega esta posibilidad: el Homo, tozudo como una mula, seguirá empecinado en buscar más allá.

Por eso, el verdadero papel que cumplen las cúpulas no es el de impedir que sus habitantes salgan de la ciudad: es bloquear la conciencia de que existe un universo más allá del hombre, por la simple táctica de impedirle ver ese universo. Y Perseo quiere ver.

Si la construcción de esta particular sociedad es sólida, también lo es la construcción del personaje de Perseo. Está en las antípodas de ser un Prometeo y está en las antípodas del héroe típico. Perseo es un joven, casi un adolescente, que quiere ver. Quiere saber. Quiere saber qué hay afuera y quiere saber si creció sin su madre porque sí o realmente existió una razón. No va a salvar al mundo, no es lo suyo una gesta épica. Perseo es, de punta a punta, un jovencito que piensa en romper con los límites impuestos porque quiere saber, no porque posea una ideología, una finalidad de peso, una decisión, un compromiso social. Perseo es verosímil hoy y ahora, por quien es, por sus amigos y la relación que tiene con ellos, por sus expectativas; cualquiera de nosotros pudo ser o puede ser un Perseo, o ha conocido a uno, más de un Perseo. Es ignorante de casi todo y por eso es también peligroso en un sentido particular: como no es capaz de percibir el panorama completo deja abiertas las puertas al azar y este irrumpe una y otra vez, incluso con consecuencias dantescas. Esa inconsciencia de Perseo está equilibrada por Amanda. Amanda es uno de esos personajes que se hacen un lugar por sí mismos. En una sociedad como Ziénaga es —casi por lógica— la más cara madame quien posee la sabiduría que le falta a Perseo. La bella y silenciosa Amanda sabe, y le dice a Perseo: «Yo no puedo buscar el infinito. Mi cometido es ofrecerlo». Es, quizás, la única habitante de Ziénaga que podría leer a Borges.

Ciudad sin estrellas es una novela ágil, escrita con una prosa cuidada, sencilla y elegante, que lo es incluso en el lenguaje vulgar de sus personajes. La estructura, impecable. La facilidad con que se lee da cuenta de ambos: de la calidad de la prosa y de la calidad de la estructura. Si algo puedo reprocharle es la existencia de un personaje secundario cuya aparición (o extensión dedicada) no encuentro justificada (Vivian). Sin embargo, tampoco es posible el reproche porque, es evidente, Ciudad sin estrellas es la primera parte de una obra más ambiciosa, y se requeriría leer la continuación antes de opinar con fundamento.

Sin hacer mayores precisiones —por razones obvias—: el final me parece un gran final. Pero no solo pensando en que existirá una continuación. Me parece un gran final si la novela termina aquí y no hay segundas partes. Un final al que puedo dedicarle el mayor elogio que se me ocurre para el final de una novela de ciencia ficción: Hollywood nunca lo aceptaría.

Esther

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